sábado, 30 de noviembre de 2013

Capítulo 6: La declaración de Peeta

Capítulo 6: La declaración de Peeta

Muy bien, segundo día.
Echo una mirada al despertador: las seis. Vale, puede que sea un poco pronto y que de normal me levante a las siete, pero es que quiero salir de casa antes para ir sola al instituto. Solo quiero retrasar lo inevitable. «Katniss, ¿Cuándo vamos a por los vestidos? Katniss ¿estás bien? Katniss, siento lo de ayer…» Mimimí mimimí mimimí. Y así me convertí en el cachorrito abandonado del grupo. Odio los comentarios de pena, disculpa o cualquier tontería que  les pase por la cabeza para tranquilizarme. Lo peor, es que antes piensan, ¿y cómo tranquilizo a la loca hoy?
Bajo la mirada, para encontrar a Prim abrazada a mí, con las dos trencitas que le hice anoche, y que yo también llevo. Sonrío, porque seguramente yo estaré ridícula con esto, pero… ¿qué más da?
Me despego de ella con cuidado, se revuelve un poco antes de sustituirme por la almohada, y abro el armario; mis botas altas con cordones, de piel marrón; unos pantalones caquis; un jersey color hueso de lana, de tela tan gastada que el entramado se ha separado un poco.
Beso a Prim en la frente, la arropo bien, y cierro la puerta poco a poco antes de salir, para no despertarla.
Me dirijo al baño y me lavo la cara con agua fría. Es eso o café, y odio su sabor amargo. Nada de maquillaje hoy, por si acaso (muy probable) vuelvo a llorar. No quiero parecer un mapache. Deshago las dos trenzas y las fusiono para convertirlas en una, en la mía de siempre.
Salgo al comedor y veo encima del sofá al gato más feo del mundo: hocico aplastado, media oreja arrancada y ojos del color del calabacín podrido. Prim le puso Buttercup porque, según ella, su pelaje amarillo embarrado tenía el mismo color de aquella flor, el ranúnculo.
Sigo mi camino y le ignoro. Cojo una manzana del armario superior de la cocina y me cuelgo la mochila en el hombro. Oigo un gruñido a mi espalda.
- Pienso cocinarte -le digo. Él me bufa como respuesta y yo doy un portazo al salir.

***



- Vale, Katniss, la cabeza bien alta -me digo, a diez metros del instituto. Llego una hora antes, así que está desierto.
Entro por la puerta principal y me dirijo a paso ligero al gimnasio.
El gimnasio está dividido en varia partes; el ring de lucha libre, el estudio de ballet, el de gimnasia rítmica  y la cancha de baloncesto. Fuera, el campo de fútbol americano y el de beisbol.
Paso corriendo a los vestuarios de mujeres y me pongo el mallot que me han dejado (supongo que los de administración) en mi taquilla, en un minuto.
Falda vaporosa y lacia negra, parte superior de tirantes rosa, puntas (los zapatos de ballet) rosas y un moño bien apretado dentro de la redecilla negra (la mía de cuando tenía nueve años).
Rocío un poco de laca sobre el moño y salgo deprisa, hacia el estudio.
Por fin volveré a bailar… a ver, yo he bailado todos estos años en mi casa, y he practicado la flexibilidad para no perderla, porque sino no podía permitirme volver a bailar. Pero hacerlo en un estudio, con las barras, los espejos, el parqué… lo cambia todo. Incluso tolero rociar la laca sobre mi pelo, cosa que odio.
Avanzo por el pasillo que lleva a cada una de las zonas, y escucho un susurro. Paro, y afino mi oído. Más bien utilizo mi sexto sentido de cazadora. Oigo un siseo y… alguien suspirado, como si acabara de correr una maratón y su respiración fuera agitada. Pero sólo después de un siseo. ¿Qué demonios es eso?
Avanzo por el pasillo y me asomo a todas y cada una de las salas, y cuanto más me acerco al ring de lucha libre, mejor puedo oírlo.
Me acerco de puntillas a la puerta y me asomo.
Peeta vuelve a golpear el aire con su puño derecho, en posición defensiva, luego, realiza un gancho con el izquierdo. Así, con la ropa deportiva y el pelo rubio despeinado, no está nada, pero que nada mal.
Suda, suda, respira, golpea y vuelve a sudar.
Me quedo observando furtivamente desde la puerta, mientras el tiempo pasa… Dios, parezco una acosadora.
Suda, suda, respira, golpea y vuelve a sudar.
- Hola -digo sin pensar. Abro mucho los ojos y me maldigo.
Suda, suda... y me mira con ojos como platos, paralizado. Genial.
Me quedo como una estatua, mientras los dos observamos la escena. «Katniss, la última vez que te vio prácticamente te autodenominaste como la “loca, pobre y confundida del grupo”. No es cosa rara qué ahora no sepa cómo reaccionar, y si encima te ve vestida con esto… » Hay Dios, voy con el atuendo de ballet.
Aquí está, Katniss Everdeen, ¡La chica en llamas!
Doy un paso atrás, otro y otro más, hasta que estoy fuera de su campo de  visión  y echo a correr hacia el estudio antes de que cometa otra estupidez.

***


Piso fuerte sobre el parqué y ejecuto un salto abriendo mucho las piernas cuando llego al punto más alto. Duele, sudo, me agota… pero amo hacer esto. Y, que requiere mucha concentración, el gran final… me coloco sobre las puntas, levanto los brazos con elegancia y empiezo a puntear el suelo, sintiendo como las puntas picotean rápidamente la madera...
- Hola Katniss -dice Peeta.
Mis pies se lían y casi caigo de morros. Buena ejecución, buena distracción.
Sino llega a haber estado ahí Peeta…
Quedo apoyada sobre él con las manos en su cálido pecho, y mi cuerpo inclinado sobre el suyo. Apoya sus manos en mis caderas, y noto como mi corazón se va a salir del pecho.
- Lo siento -dice con una sonrisa.
Apoyo mi frente en su pecho durante unos segundos, notando el latido de su corazón sobre mí frente, para luego levantar la cabeza y sonreírle.
- Podrías llamar -digo.
- Y tú -contesta sonriendo.
- Oh, que te has dado cuenta de que estaba ahí -digo, molesta, aunque todavía sonriendo. En el fondo (y no tan en el fondo, más bien surcando la superficie)  sé que es culpa mía, y no suya.
- No sabía que te gustaba charlar con chicos sudorosos que apestan -dice, arqueando las cejas.
- Le estás dando la razón a Effie.
- Duele admitirlo -susurra. Suelto una carcajada.
- Tampoco yo sabía que a ti te gustaba hacer lo mismo con las chicas.
- Oh, sí, hueles a… -olisquea el aire un poco.  Le frunzo el ceño, aunque para lo que viene ahora relajo la expresión y me armo de valentía, porque es lo más parecido a un «me importas» que puedo decir.
- En serio -trago saliva y empiezo, con un hilo de voz-, ¿he hecho algo mal? -le miro a los ojos, a esos preciosos ojos azules, a medio metro e inalcanzables a la vez, porque creo que nunca serán míos.
- No -dice, totalmente convencido.
- Sé que ayer me pasé -prosigo, ignorándole-, y qué no soy una chica dulce, y qué puedo sacar de mala manera todo lo que realmente soy, qué no es exactamente un camino de rosas, pero no lo hago a propósito. Soy así, aunque no me guste. Es que…  -«no quiero alejarme de ti por ser como soy» No, no puedo decir eso.
Me agobio, me agobio mucho.
La retira de mis caderas y me recoge la barbilla con una mano, que es tan cálida y suave como cuando se la estreché ayer, o cuando me abrazó, o cuando me caí…
- A mí me gustas así, tal y como eres -tengo el valor de mirarle  los ojos, alentada por sus palabras. Me moja los ojos y me saca una sonrisa, a la vez-. La Katniss real, es perfecta.
Las lágrimas corren por mis mejillas y mi sonrisa se ensancha hasta que río. Le abrazo. Sí, no sé cómo pero le estoy abrazando, y él me está devolviendo el abrazo. Y creo que está sonriendo, aunque puede que sólo sea un reflejo de lo que siento yo. Cuando sus labios se apoyan sobre la piel de mi cuello irradian calor, un calor que hace que mis músculos, tensos y ejercitados, se relajen y asemejen a los de un bebé.
- Gracias, muchas gracias -susurro-. Sé que soy una llorona -añado, sonriendo.
Se separa un poco para dejarnos cara a cara.
- Así yo podré consolarte -dice. Le sonrío, y él a mí.
- Pero si está aquí la chica Juilliard con su noviete -dice esa ronca voz de nuevo.
Los dejamos de sonreír. Yo, al menos, porque sé quién acaba de decir eso.
Giro la cabeza y veo a ese barrigón rubio, molesto y descarado al que tendré que llamar profesor. Sonríe gustosamente, y, sinceramente, me molesta.
- Buenos días, preciosa -dice, mientras se acerca. Al menos está sobrio, aunque sigue sin tener buen aspecto.
Me separo de Peeta, a regañadientes, y le encaro, aunque Peeta se me adelanta.
- ¿Y usted es…?-dice de una forma poco correcta. Me coge de la mano, y mientras entrelazamos nuestros dedos me, me… no sé cómo explicarlo. Me dan ganas de abrazarlo y no soltarlo jamás, porque me está protegiendo, porque no me ha llamado loca, porque no quiere que cambie, porque me apoya. Porque en realidad él es el único que me ha dado ánimos y apoyo en todo este tiempo.
-Haimitch, Haimitch Abernathy. Su -me señala con las cejas- profesor de ballet. ¿Y tú?
-Un amigo -le espeto, dando un paso adelante, sin soltar la mano de Peeta. ¿A él que le importa?
- Peeta Mellark -me mira. Y de nuevo, esa expresión indescifrable entre tristeza y nostalgia, algo que nunca conseguiré comprender-, un amigo.
Haimitch estalla a carcajadas. Se tapa la boca con una mano para tapar una obvia sonrisa. Su risa se ha oído por todo el edificio, Idaho, y Norte América.
- ¿Qué? -digo, lo más arrogantemente qué sé. Será mi profesor, pero ayer le perdí todo el respeto.
- Nada -da un paso hacia mí, y vuelve a sonreír e intentar esconder la sonrisa, inútilmente. Creo que le estoy cortando la circulación de la mano a Peeta. Aflojo un poco el agarre, pero el aprieta enseguida para que no le suelte (cosa que no pensaba hacer, ni loca. Já)-, preciosa.
Le bufo, como me hace a mí Buttercup, y me dirijo a la puerta, arrastrando a Peeta conmigo.
- ¡Te veo en unos encantadores diez minutos, preciosa! -me grita Haimitch, mientras cruzo el estudio- Un placer, chico.
- Igualmente -contesta Peeta, resignado. Lo ha hecho por educación, eso que no tengo yo.
Salimos al pasillo, y me doy cuenta de que lo conduzco como a un perrito faldero, así que me paro y le suelto la mano.
- Gracias, otra vez -digo.
- No hay de qué.
- ¿Siempre tengo que deberte algo? -arquea las cejas, desconcertado- Es qué, no sé, aunque no me conozcas de nada, siempre me has ayudado, y…
- ¿Siempre?
- Sí -trago saliva y me alejo un paso-, siempre.
- Han sido menos de veinticuatro horas -dice, incrédulo, aunque distante.
- Lo sé… -susurro, con voz queda. «Mentirosa, Katniss Everdeen»- Bueno, voy a… -«piensa rápido…»- me voy -«Esa es mi chica. Muy lista, como siempre, Katniss»
Doy un paso vago, hacia ninguna parte. Entonces Peeta me coge del codo y me vuelve a acercar a él. Noto el calor que irradia su cuerpo, a pesar de los centímetros de aire que nos separan.
- Estoy seguro de que soy yo el que lo hace mal -dice en voz baja, mirándose los pies.
Me callo, porque ¿qué diablos puedo contestar a eso?
Yo también bajo la mirada, y me centro (hasta que los ojos me bizquean) en el surco que trazan sus dedos sobre mi piel. Pero no duele, sólo me transmite su tensión.
- Tú lo has hecho todo -digo por fin, mirándole a los ojos, aunque estén prestando atención a sus pies-, pero nada está mal.
Levanta la mirada, y mis ganas por abrazarlo, tocarlo, sentir que está aquí conmigo y, por qué no decirlo, provocar un leve roce de labios entre los dos, aumentan hasta que se vuelve insoportable y tengo que morderme el interior de las mejillas. Ese agujero que sentí en el abdomen vuelve para traerme de nuevo todo el dolor psíquico que se puede sentir. Noto de forma poco agradable y dolorosa cómo las heridas se reabren y la carne sangra.
- Yo lo hago mal -vuelve a decir bajo.
- ¿Cómo puedes decir eso? -digo, acercándome un poco más.
- Sí me atreviera a decirlo todo, no estaría así -dice.
Vale, si esto es otro de sus «Oh, qué asco me das», no le veo el sentido. Que lo diga, sea bueno o malo, y punto. Así, al menos, tendré una razón para odiarlo. Pero es que tan siquiera eso. También puede ser una buena noticia, aunque no se me ocurre ninguna posible. Por otra parte, yo tampoco declaro lo que siento ni digo todo, así que mejor me callo. Sería hipócrita.
- Sólo dilo -susurro. De acuerdo, he dicho lo que quería decir, pero no soy hipócrita, le comprendo y no me quejo. Sólo doy un pequeño consejillo, que yo también debería seguir.
Me suelta el codo y me mira a los ojos.
- Yo… -su nuez de Adán sube y baja, y empieza a sudar, a pesar de los pocos grados que deben haber en un lugar cercano a Canadá, en otoño, a las siete y pico de la mañana- No es fácil decir esto…
Poso una mano sobre su hombro y aprieto un poco, para darle ánimos y confianza. Me sonríe.
- Si no estás seguro de querer contármelo… -empiezo.
- No es eso. Estoy seguro -afirma, con esa mirada enternecedora directa a mis ojos y su sonrisa todavía ahí-. Que Dios me maldiga si no he estado más seguro de algo en mi vida.
- ¿Entonces? -digo, más animada por su matiz entusiasta. Incluso me permito soltar una risita.
- Vale… -respira hondo, y vuelve ese chico que sudaba y no sonreía- Sigue sin ser fácil…
- Tranquilo -pongo la otra mano sobre su hombro-, dímelo cuando estés preparado -y me vuelve a sonreír de esa forma tan tierna. Me muerdo más fuerte el interior de las mejillas-. Sé lo que es querer decir algo con todas tus fuerzas pero no permitírtelo.
Dejo caer los brazos a los lados, de forma triste y decaída. Me vuelvo más triste y decaída cuando me doy cuenta de que he dejado de tocarle. He perdido tontamente ese privilegio, aunque así no parezco una lapa acosadora.

- Katniss -le miro a los ojos, esperanzada de nuevo-, yo…

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