El capítulo 3 ^^!!!!!! Está cargadito de, como ya dije, no sé expresar de otra manera, sentimiento. Aiiiii... es muy bonito, eso lo aseguro ;) Espero que os llegue al corazón ♥
Ups, casi se me olvida ^^. He decidido que al final de cada capítulo pondré la foto de un personaje, hasta que claro, no queden más por revelar :D. Siempre esperaré, si miráis en Concursos, la imagen de Katniss, o cualquier personaje de la historia. Gracias ;))
Capítulo 3: Eso opina mi corazón
Silencio incómodo. Tacones
aproximándose. Katniss calmándose.
¿Por qué demonios Effie Trinket ha tenido que decir que era
la novia de Peeta, su chica? Con lo
bien que va nuestra relación, era lo que faltaba.
- Muy bien, aquí tenéis -dice Effie, asomando tres hojas por
el mostrador-. Y que la suerte esté siempre, siempre de vuestra parte.
Vale, ahora puedo confirmar que esta mujer está como una
cabra.
Peeta las recoge y, tras echar un vistazo rápido, extiende
una hacia mí. La cojo y, sin aguantar, la miro.
- ¿Todo bien? -pregunta Effie.
- Ehhh… -empiezo, pero me retracto. No será muy divertido ni
fácil, nada fácil, pero Matemáticas avanzadas=más nota. Todo sea por esa beca
- ¿Algún problema? -la voz de Effie realmente me irrita.
- ¿Ballet? -suelto. ¿Existe esa clase? Oh, gracias, a quien
quiera que haya ahí arriba. Supongo que el departamento de educación.
- Sí -dice Effie- es un nuevo programa. Sustituirá a
Educación Física -bueno, parece que al menos sabe hacer su trabajo. Hace unos
segundos, lo dudaba mucho-. Se adapta a vosotros. Deduzco que anteriormente
habrás bailado ballet -inclina la cabeza, esperando mi respuesta.
Agrandaré su ego.
- Sí -como suponía, sonríe satisfecha.
Claro que sí, Effie Trinket tenía que tocar todos y cada uno
de los aspectos de la poco y pésima relación que tengo con Peeta. ¿Amor?,
¿ballet? ¡Amor y ballet! No sabía que eran los temas más solicitados por los
chicos adolescentes en un pequeño y frío pueblo de montaña. Ah, claro, ¡qué no lo
son! Effie tiene un talento especial, sí, ¡pero para sacarme de mis casillas!
Me armo de valor y miro de reojo a Peeta. No sé lo que veo,
¿dolor?, ¿nostalgia?, incluso me atrevo a decir ¿puro aburrimiento? No soy
buena con estas cosas.
- Bien -prosigue Effie-, pues, como salida, ¿no crees que
podrías conseguir una beca? -no espera una respuesta- Esa es la meta; un plan B
-vale, adiós a su faceta profesional. Hola a su faceta cotilla-. La mayoría de
chicos practicarán béisbol, básquet o fútbol americano. Las chicas prefieren
algo menos… -arruga la nariz- sudoroso y maloliente -ahora es Peeta el que
arruga la nariz. Él es el capitán del equipo de lucha libre, y huele realmente
bien. Bueno, lo último lo digo yo. Y la verdad, cuando salgo, mis puntas pueden
tener restos de sangre (proveniente de mis dedos, machacados), y yo no huelo
bien, para nada. No soy lo que se dice una musa, siquiera una chica que tiene
un olor neutro.
A Peeta debe de haberle molestado muchísimo; me ha molestado
hasta a mí. Frunce el ceño, y su frente se arruga. Yo le imito, porque si esta
es su forma de decir “Cállate, me molesta”, no es la que usa conmigo. Y eso es
otra encrucijada.
- Como el ballet, español, contemporáneo… -prosigue Effie-
cosas más delicadas, de mujeres -aprieto tanto los dientes que temo, en
cualquier momento se puedan partir.
Si ella acarreara tantas responsabilidades como yo, y fuera
la mitad de inteligente que una rata galga, quizás, y sólo quizás, dejaría de
soltar comentarios megalómanos e insultantes directos al corazón, como la punta
de una flecha mojada en veneno, para gente que no es un dios, o asquerosamente
rica, o que no combina el color de sus labios con el de sus uñas, o que…
simplemente deja vivir al resto. Y dejaría de creer que ella es una maldita divina
perfecta ¡Si viviera un solo día lo que vivo yo!
- Entonces, ningún problema -dice, sintiendo como no lo deja
salir interrogante.
- No -sentencio. No me molesto siquiera en enmascarar el
enfado de mi voz. Lo merece.
- Ninguno -dice Peeta, imitando, lo que probablemente sea lo
más parecido a ‘tono amable’ que tiene en su repertorio. Sigue teniendo más
autocontrol que yo.
Nos mira, con cara de espanto, y yo lanzo una mirada, que
podría matar. Peeta tira de la manga de mi abrigo y mi expresión se dulcifica,
aunque…
- Adiós -…mi voz sigue destilando odio.
Salimos, y nuestros pasos resuenan en la habitación (más los
de Peeta que los míos), hasta que el barullo del pasillo principal los eclipsa.
Caminamos, y esta vez conseguimos avanzar uno al lado del
otro, y no en fila india.
De normal, cuando la gente chafa los cordones de los
zapatos, son los suyos, no los de la chica pensativa que camina en dirección
contraria. Pero, claro, no sería yo si no me pasara. Que sería mi vida si no me
pasara todo lo posible, aunque remoto. Aburrida… ¡no! Sería normal, pero como
ya he dicho, no sería la mía.
Así que, una chica pisa los cordones de mis botas. Yo pierdo
el equilibrio y caigo de culo. La chica pasa de largo, y me quedo sola en caída
libre. Que amable por su parte. Yo al menos me habría quedado para disculparme,
en vez de escabullirme, o ignorar su completa existencia.
Paso de mirar la capucha del que tenía delante, a mirar el
pálido techo, con humedades incluidas, en menos de un segundo. Luego, sus ojos
azules.
Ese rostro pálido, con sus pestañas interminables, sus
facciones perfectas, y sus mechones de pelo rubio enmarcándolo, son todo lo que
alcanzo a ver, antes de notar que el suelo no me golpea, y solo los talones
rozan suavemente el suelo, mientras mi cuerpo se suspende en el aire, pendiendo
de sus brazos; de él. Su pecho sube y baja lentamente, pero sus ojos bailan
nerviosos, a veinte centímetros de los míos, que, por milagro divino, relucen
pero no tiemblan. Solo miran los suyos, envolviéndonos en una burbuja, y
excluyendo al resto del mundo fuera, sin merecer una pizca de mi atención,
porque se la lleva él.
Nuestros cuerpos están relajados, y nos miramos a los ojos
(imposible no mirar sus ojos azules), expandiendo nuestra burbuja; hasta que
explota.
Sus brazos se tensan, aunque su rostro sigue igual de
relajado y no aparta la mirada. Me sube a una altura en la que yo misma podría
estabilizarme y ponerme en pie, pero no me rindo fácilmente. Paso mis brazos
alrededor del su cuello sin pensar, mientras sus ojos se agrandan, y rezo para
que pueda volver atrás y no cometer semejante estupidez.
«Vamos a ver, Katniss, ¡¿en qué puñetas pensabas?! Te odia.
¡¿Por qué demonios lo has hecho?! No lo sabes. Lo peor, estúpida, es que, como
no tienes que dar tu vida por tu familia, para que a Prim no le falte de nada,
ni tu madre caiga en depresión, coges y te enamoras. Pero eso no es lo mejor,
lo mejor es que el chico, te odia. Sí, tú, una chica que solo tiene corazón
para Prim, papá y mamá, y cierra sus puertas a todo el mundo restante, con,
resumiendo, una patata podrida en vez de sentimientos y corazón, ama a Peeta
Mellark, el chico que cree que eres un ser desagradecido o cobarde, en el mejor
de los casos.»
«Pero todo eso no es raro, porque eres tú. Si hay una
posibilidad remota, y las consecuencias son nefastas, te tiene que pasar a ti.
Sino, no pasa.»
Aprieto el cuello de su chaqueta con las puntas de los
dedos, antes de apartar repentinamente los brazos sin estabilizarme antes. Hago
amago de caerme, pero mi lado cazador sale y me estabilizo utilizando mi
entrenamiento.
- Gracias -murmuro, reprimiendo las lágrimas. Me vuelvo,
dándole la espalda, porque las comisuras de mis labios bailan, arriba y abajo.
Perfecto, como me vea creerá que soy una desagradecida, cobarde… y llorica.
Ojalá llorara por la posibilidad de haber caído, como una niña pequeña. Bueno,
llorar por amor, un amor que yo ignoraba, y enmascaraba con curiosidad y deseo
de soltar un simple ‘gracias’, también me hace parecer una niña inmadura.
Debería haberme acostumbrado ya a no tener suerte, a no ser feliz, a no ser
querida, y punto. Su corazón no es mío, aunque el mío sea, en su totalidad,
suyo. Maldita seas Katniss.
- ¿Katniss? -dice Peeta por encima del alboroto, agarrando
la parte superior de mi brazo derecho- ¿Estás bien? -tira de él para girarme.
Si yo me encontrara con una chica llorosa de sopetón, también enarcaría las
cejas y apretaría los labios; pero no la abrazaría, como hace él en este
preciso instante.
Empiezo a soltarlo todo sobre su hombro, mientras nos
conduce a los baños, o cualquier parte alejada del montón de alumnos que
empieza mirarme. ¿Por qué me ayuda? ¿Por qué me abraza? ¿Por qué me odia? ¿Por
qué siento que en realidad no lo hace (odiarme, despreciarme, y escupirme en
sus mejores sueños)? ¿Por qué mi instinto lo apoya? ¿Por qué mi cabeza es la
única que rebate esa posibilidad? Necesito creer en algo, saber algo, o al
menos sospechar algo.
Pero lo dicho; lo que no me pase a mí, lo malo, para ser
exactos, no pasa.
Nos detiene en un pasillo apartado, solamente con nosotros y
el eco del vocerío que arman los alumnos.
Despego la cara de su camiseta, y abro los ojos.
- No tengo explicación -farfullo, secándome las lágrimas,
mientras doy un paso, alejándome de él.
- No te creo -dice, sin dejarme ir. Pasa su brazo por mi
cintura. Sonreiría, si él no tuviera esa expresión de querer atravesar mi cerebro para saber lo que pienso.
- No te conozco -susurro, levantando la mirada. Mi flequillo
casi roza su frente, y mis ojos se fijan en los suyos.
- Deja que eso cambie -susurra. Su aliento acaricia mi
barbilla y cuello, provocándome un cálido cosquilleo.
- No tienes por qué hacerlo -susurro, insistiendo. Me duele
admitirlo, pero de alguna forma tengo que hacerle saber que le recuerdo, que
recuerdo lo que hizo como si fuera ayer, y que se lo agradezco. Que nunca lo he
olvidado.
- Lo sé -dice serio. Su brazo se tensa, y veo como aprieta
la mandíbula-, pero no me importa -sus ojos se fijan en los míos, inexorables.
Brillan, y me recuerdan a mi lago.
- Entonces ¿por qué lo haces? -hago una pausa, tragando saliva. Ahí va:- ¿por qué
lo hiciste? -levanto la mirada, y nuestro aliento se entremezcla.
Estoy a la insospechada distancia de cinco centímetros de
chocar su frente con la mía, mientras mi flequillo le hace cosquillas en la
frente y la punta de mi trenza acaricia su hombro izquierdo cada vez que cojo
aire, que son bastantes, ya que mi pulso está disparado, como mis nervios.
- ¿Hice qué?
Me aparto, dando un corto pero suficiente paso atrás. Me
deshago de su abrazo, lágrimas amenazando de nuevo por salir. Esto duele
demasiado. Ni se acuerda. Yo soy insignificante. Esa niña rubita, menuda y
miedica, llorosa detrás de su abrigo, que siquiera rellenaba por completo. Era
insignificante, no es extraño que no se acuerde. Pero doler, duele igual.
- Nada -digo con un hilo de voz.
Me enderezo e intento sacar la Katniss que de verdad soy, la
solitaria, la mansa, la perfeccionista, la letal… la Katniss, en definitiva,
que se cuida solita, y que no llora en el hombro de los chicos, porque aprendió
estos hacen más daño que cualquier cosa en el mundo. En realidad, una vez leí
que, en una encuesta, la mayoría de votantes habían calificado romper con su
primer amor como la cosa más dolorosa, seguida de la pérdida de un familiar.
Después, se supone que romper con tu pareja se hace más llevadero, y no
acabarás llorando en un rincón de tu habitación; la Katniss real no lo haría,
ni lo hará.
- A mí esto no me parece nada -dice Peeta, dando un
cuidadoso paso hacia mí, como si fuera un animal rabioso que echara espuma por
la boca y no hubiera comido en semanas. La penosa comparación hace que me den
ganas de sonreír, ya que con las lágrimas pintando mi cara (hinchada y roja) de
lápiz negro, y mi aspecto general, a parte de mi gran comportamiento
amigable-fantástico, no debo diferenciarme tanto de ese animal salvaje.
Prefiero pensar que sigo siendo el sinsajo.
- ¿Qué he dicho? -dice Peeta, con una sonrisa en la cara.
Eso me alienta y me convence para que al fin saque una pequeñita yo también.
- ¿Por? -digo, más recuperada.
- Estás sonriendo -dice, poniendo una mano sobre mi mejilla
derecha.
Me paralizo. Su palma es caliente y suave, y rezo por qué
ojalá nunca se vaya… y que ojalá nunca me hubiera tocado. A parte de mi
repulsión al contacto físico con gente a la que no conozco, ya que realmente no
le conozco, cosa que me entristece un poco más, si es posible, es qué, ¿cómo
voy a alejarme de él, si me hace esto? Esto, qué mi corazón supere su límite,
un corazón fuertemente adiestrado que se controla con maestría en una partida
de caza. Esto, qué note la sangre bombear en mis oídos. Esto, qué, demonios,
solo pueda pensar en él, en lo supremamente maravilloso que es él. Esto, qué
sonría cuando sus labios curven una sonrisa, cómo cuando Prim llora cuando lo
hago yo, sin tan siquiera saber el motivo.
Diantres, ¡¿Cómo?!
Parece que capta mi estado gólem-de-hielo-catatónico y lo
relaciona sabiamente al roce de su mano. La mira como si él no hubiese decidido
ponerla ahí, como si fuera la primera vez que se mira la mano en meses, en su
entera vida diría yo. La aparta suavemente, dejando unos dos pasos entre
nosotros. Estoy a puntito de pensar que a mí me parecen dos quilómetros, pero
entonces sale la Katniss real, coge a la que no lo es en volandas, la ata a una
silla, y tira esta por las escaleras de un torreón, sonriendo por el hecho, y
pensando en cuando podrá salir unas horas de caza.
- Hormonas -suelto. «Katniss, te aplaudo» me digo. En el
fondo de mi cerebro alguien me dice que no me tendrían que haber dejado pasar
de curso, y otro que merezco el nobel a la inteligencia suprema, claro está,
los únicos nominados éramos el zarrapastroso gato de Prim, Buttercup, y yo.
Menos mal que decidieron darme el premio. Parpadeo nerviosamente y me retiran
el trofeo.
- Katniss, no te dediques a las cartas, porque perderás
hasta la camisa -me dice Peeta, sonriendo burlón.
- Cree lo que quieras, o si no, son problemas míos
-refunfuño, picada.
- Muy bien, lo pillo -dice, poniendo cara de inocente,
estirando sus brazos hasta ponerlos como protección; suelto una risita tonta,
pues parece ser que la Katniss que no es real, repito, no es real, se ha
liberado de algún modo, hasta que la real le da un hincapié y vuelve a rodar
escaleras abajo. Suspiro y pongo el semblante serio, aunque quede algún
resquicio de felicidad en mis labios, ligeramente curvados-. Entonces -sonríe,
y me estremezco. Estoy segura al cien por cien de qué la única palabra que
ocupa su cerebro es Vendetta- la
próxima vez ven hasta aquí para calmarte tú solita, consuélate tú sola…
- Duerme tranquilo, te aseguro que lo haré -digo
sacudiéndome, poniendo la mochila recta sobre la espalda-. Pero no habrá
próxima vez -ahí está la Katniss real, la Katniss que tengo que mostrar.
Definitivamente la otra no ha sobrevivido a su última paliza, al menos, en los
próximos cinco minutos. Estoy segura de que tiene siete vidas, pero sueño y me
obligo a pensar «No. No volverá» aunque sé que me miento.
«Katniss, te aplaudo» pienso, pero esta vez de verdad.
- Eso espero -dice. Coloca un mechón suelto de mi trenza
tras mi oreja de forma natural, automática diría yo, y empezamos a caminar. Lo
raro es qué no se me han subido los colores. De normal, estaría roja, como las
brasas de carbón que quemamos en casa, o las llamas. Katniss, la chica en
llamas. De normal sería así, pero con él, lo encuentro natural. Ese gesto, está
bien, lo anhelo, y deseo con toda mi alma que lo repita, que ojalá lo repitiese
cada maltrecho día y cada dorada mañana, pero me resulta cómodo y satisfactorio,
como bañarme en las heladas aguas de mi sagrado, adorado, y bendito lago.
Todo está en silencio. Bueno, el alboroto por parte de los
alumnos de siempre se muestra presente, pero yo me encuentro en una burbuja, y
nos abarco a los dos. Solo oigo nuestros pasos resonar en el pasillo, y crear
un eco relajante. Algo extraño e irreal, pero fantástico.
Hasta que los altavoces la hacen estallar y me golpea en la
cara.
- Buenos días -dice la suave, potente y mortal, en resumen,
estremecedora y profesionalmente controlada, voz del director Coronalius Snow-.
Espero que hayan pasado un buen verano, y que sobrevivan este nuevo curso, y,
especialmente, para los alumnos del último curso: ganen la batalla final. El
primer anuncio lo dedicaré a nuestro amado “Baile de bienvenida”. Por favor,
vengan arreglados caballeros, y elegantes señoritas. Sin más dilación -subimos
las escaleras del primer piso para llegar a clase-, ¡Damas y caballeros, que
empiece el septuagésimo cuarto curso escolar, en la historia de este centro!
Que la suerte este siempre, siempre de vuestra parte -esa qué es, ¿la nueva
escalofriante frase de moda?-. Aprueben los exámenes, y que nadie les pase por
encima -se escucha una tos, algo asquerosamente líquido borbotar y, tras un
pequeño pitido por parte de los altavoces, el silencio llena el instituto.
Levanto la mirada, miro a Peeta, que me miraba a mí, y arqueo las cejas a modo
de pregunta. Menea la cabeza a modo de respuesta. Me rindo y seguimos
caminando, hasta que choco contra la gran espalda de alguien. Deja vù.
Peeta me coge por los hombros, se me pega a la espalda e
inclina la cabeza. Me sonríe por encima del hombro. Le devuelvo la sonrisa, le
saco la lengua y tiro de sus brazos. Mientras nos abrazamos y reímos, me tira
de la trenza y nos tambaleamos en precario peligro, a la vez (adoro la parte en
que me abraza), el chico con el que había chocado se gira.
Gale.
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